Para él, vivir enojado parecería que fue su mejor pasatiempo. Nada le parecía bien, nada le era bueno. Según él, todo había perdido su encanto.
Discutir y pelear era lo normal en todo momento. No había alegría que no destruyera. Repartía infelicidad aun sin querer hacerlo. Y lo peor de todo, era que a veces decía, que disfrutaba al hacerlo.
¡No me digan nada! ¡Yo soy así! Gritaba cuando le reclamaban. Y frunciendo el ceño, se encerraba en su ostra de la que nadie -con el paso del tiempo- deseaba que saliera.
Ahora, solo y triste en aquel rincón se encuentra aquel viejo. De sus ojos, aquellos que todos creían secos, lagrimas brotan y se escucha uno que otro sollozo.
Muy poco tiempo de vida le queda, aquella que en el pasado gasto en estar malhumorado.
La soledad y el desprecio ahora son su compañía. En su casa, la luz no brilla, el silencio grita, se detuvo el tiempo y la cama discretamente le llama.
Primero, el hambre se fue, y la comida fue abandonada; después sus manos y pies, la fuerza y la destreza perdieron. ¿La vista? solo sombras le da y su cerebro empezó a jugarle a algo que lo tortura a toda hora.
Quiere regresar el tiempo para decir las palabras que cayó por ser infeliz, pero el tiempo se acaba…., el tiempo, ya se acabo.